3 de julio de 2013


En pocos sitios se aprenden tantas cosas como en la barra de un bar. El secreto es el siguiente: el camarero está obligado a callar. Y generalmente compelido a algo más dificultoso: asentir, darle la razón, seguirle la corriente al cliente. No se producen debates trabajador-parroquiano en el bar, como no hay discusión posible entre amo y sirviente en ninguna parte.

El debate está sobrevalorado. La idea según la cual de la polémica surgen conclusiones que superan la opinión de cada uno de los contendientes y enriquecen a ambos, es falsa. Patéticamente falsa. Porque la única manera de aprender es escuchar. Y la mejor manera de escuchar es obligarse a estar en silencio.

Mudo en la barra del bar aprendí que los emprendedores cumplen en este mundo una misión humanitaria descomunal: darle de comer a decenas, cientos, miles de familias. Asumen la carga con devoción y orgullo. Resignados. Han nacido con un don que no solo debe ser agradecido, sino también festejado. Cuando no subvencionado por el Estado.

Mi maestro emprendedor de cabecera era aficionado a los coches. A las carreras de coches y los rallyes. En invierno, al esquí de montaña. Además de a la cocaína. La única condición que ponía para continuar alimentando a las quince personas a su cargo, era que éstas trabajaran duro y se esforzaran al máximo para que la tasa de ganancias del negocio no descendiera. Y que no decayera el lujo ni el vicio.

Dicen que dentro de poco (tan poco que, salvo imprevisto de última hora, hasta los cuarentones estaremos a tiempo de verlo) los robots lo harán todo. No habrá ni dependientas en las tiendas, ni barrenderos en las calles, ni albañiles en las obras (esta última profecía se ha adelantado un poco). Y ya que los robots no tienen la molesta costumbre de comer, los emprendedores dejarán de cumplir la filantrópica misión de alimentar a la humanidad.

Pero mientras llega el futuro, nos acorrala la crisis. Y la opinión difundida es que los emprendedores son los únicos seres que tienen capacidad para sacarnos adelante. Lo dijo hace unos días el presidente de Mercadona, Juan Roig: "Son los únicos que pueden sacar al país de la situación en la que se encuentra". No fue en mi casa. A mi barra ya no acuden señores de traje y corbata, salvo, como dice el consultor Jorge Pardo (@JAPardoMuriel), aquellos de hacienda.

Ahora trato con ninis. Estudien, trabajen, no estudien y trabajen, estudien y no trabajen, no estudien ni trabajen. Da igual. Porque nini es sinónimo de joven. El nini me cuenta que ha completado su formación como Técnico en Cocina y Gastronomía. Dos años, dos mil horas en la Escuela de Hostelería y Turismo Castillo del Marqués. "Asegura tu futuro y disfruta aprendiendo".

Excelente opción educativa en la comarca de la Axarquía, que incluye el siguiente apartado: Empresa e Iniciativa Emprendedora. Un módulo que no le ha enseñado a mi nini qué se encontraría ahí fuera una vez posar para la foto de graduación. O sea: ocho horas diarias sin descanso semanal a tres euros la hora. Sin contrato mientras dure el periodo de prueba, que dura exactamente lo que tarda el trabajador en preguntar por el contrato. Lo han preparado (y muy bien) para cocinar, pero no tanto para escuchar la sinceridad brutal del emprendedor: "lo siento, pero tú no sirves para esto".

Nuestros políticos, mientras tanto, hacen check-in en Foursquare y se echan fotos en los locales de moda. Es la forma novedosa de promocionar el comercio local. No entran en la cocina. No les interesa si los trabajadores están en negro, blanco o colorado. No les importa si cobran mucho, poco o nada. No hace falta. Con el nombre de plan de empleo, invierten 500.000 euros en ayudas públicas a los emprendedores. A los que nos dan de comer. A los que nos sacarán de la crisis. A los que nos mantendrán con vida, al menos, hasta que lleguen los robots y podamos contar otra historia de ciencia ficción.

Juan Roig en Intereconomía: http://www.intereconomia.com/noticias-negocios/empresas/juan-roig-buenos-empresarios-se-acaba-crisis-20130611
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